En su imprescindible libro (un diálogo con Nicolas Diat) «Dios o Nada», recordaba el Rvdo. Cardenal Robert Sarah, citando a Thibaud Collin, la invitación de los Papas san Juan Pablo II y Benedicto XVI a los católicos a practicar «una audacia socrática» y aconsejaba releer su diálogo con su gran amigo Critón unas horas antes de morir.
Como Sócrates buscó durante toda su vida la verdad, no está de más recordar aquella hermosa aseveración de santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein, canonizada en Roma el 11 de octubre de 1998), según la cual «Dios es la verdad y quien busca la verdad, busca a Dios, sea de ello consciente o no».
Muchos, hoy en día, no creen en la verdad, o sencillamente, no creen que exista un concepto como ese, que puede resultar verdaderamente muy molesto en muchos momentos, porque puede impedir alcanzar metas vitales, individuales o colectivas. Pero, por desgracia, hoy lo más común es que el común de los mortales ni se preocupen lo más mínimo por este asunto.
Sin embargo, esa situación puede empezar a cambiar, en estos días en que la muerte se ha tornado real, material, omnipresente y cercana a todos. Es hoy una realidad inquietante, a la que ya no podemos dar la espalda en nuestro descreído mundo occidental.
El ser humano empieza a darse cuenta de que no puede modelar la realidad a sus deseos, y de que no decide ni puede ni podrá nunca decidir por sí mismo ni su vida, ni su muerte. Vittorio Messori, en su «Hipótesis sobre Jesús», compara nuestra condición «a la de aquel que se despierta en un tren que corre a través de la negrura de la noche. ¿De dónde partió este tren, en el que nos colocaron no sabemos cuándo ni porqué, adónde camina, porqué en este tren y no en otro?». Y recuerda, con Pascal que «lo único que sé es que pronto moriré: pero lo que más ignoro es precisamente esa muerte a que no escaparé».
Precisamente, Blaise Pascal no comprendía a quienes no toman una postura sobre la verdad de Dios, no comprendía a aquellos que, en la mesa en la que está en juego la vida, no optan por una u otra de las hipótesis «O Dios existe o no existe. ¿Por cuál de las hipótesis apuestas?». Porque ese tren que imaginaba Messori más pronto o tarde arribará a un oscuro túnel, a cuyo final ninguno de los pasajeros sabe lo que podremos encontrar.
Al comienzo recordábamos a Sócrates porque me interesa destacar un aspecto de su hermosísimo diálogo postrero con Critón (que nos contó su discípulo Platón). Y es algo que yo no me he cansado de repetir a quien ha querido escucharme: que no todas las opiniones son respetables, no todas valen igual, no podemos hacer tábula rasa ante cualquier criterio u opinión por el mero hecho de que cada cual es libre de pensar como desee. No todas las opiniones son respetables, pues las hay erróneas, aberrantes, ridículas o falsas. O letales. Y ninguna de esas merecen el menor respeto.
Decía Sócrates a su amigo Critón: «… entre las opiniones de los hombres las hay que son dignas de la más alta estimación y otras que no merecen ninguna (…) no debemos curarnos de lo que diga el pueblo, sino sólo de lo que dirá aquel que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la verdad [por lo que] es preciso morir aquí o sufrir cuantos males vengan antes que obrar injustamente.» Faltar a la verdad era, para Sócrates, cometer una injusticia, y él tenía a gala actuar siempre buscando la virtud.
Y esto es una de las cosas -y no la menor- que fallan más estrepitosamente en la política y en los políticos españoles, a quienes actuar en la virtud, la justicia y la verdad les es ajeno. Porque, seguía diciendo Sócrates, «es preciso (…) no hacer jamás injusticia, ni volver el mal por el mal, cualquiera que haya sido el que hayamos recibido [porque d]esde el momento en que están discordes sobre este punto, es imposible entenderse sobre lo demás, y la diferencia de opiniones conduce necesariamente a un desprecio recíproco».